En la calle, la entrada al Escalarre Rock Café la marcan dos individuos tamaño persona de altura media realizados con piezas recicladas de vagones de tren. Sus cuerpos son muelles y muelles más pequeños, sus brazos. Su cabeza, una caja metálica. Uno toca una guitarra; el otro, un saxofón. Cuando algún niño pasa y los empuja, los muelles de esos músicos de otra galaxia bailan a un ritmo suyo, solo suyo. Entrando, a la izquierda de la puerta, la estatua de un enorme falso negro, pintado y vestido como en la época del más negro racismo de Jim Crow, exhibe un cartelito que indica dónde está el WC. En las paredes, carteles anunciando festivales y conciertos de rock. El primer cartel que llama la atención es de un festival de 1996 que  anuncia a David Bowie. David Bowie mira de frente o de lado desde varias fotos revelando la predilección de Alex. Alex  se mueve entre camareros y clientes  destacando más que todos los elementos decorativos del lugar. Alto sin exageración, exageradamente robusto, con pelo muy corto a veces verde, a veces rojo, a veces azul, su seriedad desmiente la impresión que causan su pelo y su vestimenta, colección de camisas y camisetas tan llamativas que algunas chillan. 

    Ya parecía serio cuando la vieja le conoció años atrás en una pizzería que había abierto con su mujer, pariente política de la vieja durante un tiempo. Ni Alex ni Imma, en plena juventud, eran el tipo de personas que se asocian  a un negocio convencional del montón. Pronto buscaron un territorio más acorde con sus sueños. De vuelta a Sort, concibieron un café, un espacio agradable donde comer y beber y charlar, como tantos otros en el pueblo, pero con un secreto. 

    Alex entiende que la música es vida y que su vida la guía la música. El día que abre las puertas del nuevo negocio, la emoción le ahoga, como le ahoga la música de Nirvana, el riff guitarrero, las notas contundentes del bajo, las notas vocales rasgadas que Alex califica como desaliñadas, sucias, pero angelicales. Alex atribuye a Nirvana dejarle el alma en vilo.

     En vilo se le quedó el alma cuando un día cualquiera, un  aneurisma se le llevó a Imma y le dejó solo, solo consigo mismo y su música, con su memoria repitiendo el Molly’s Lips de Nirvana  que un día le había atrapado.          

    La música suena constantemente en el Escalarre a un volumen que no impide conversar. Durante todo el día conversan, en las mesas de la terraza y el local, gente de todas las edades. ¿Cómo consigue un ambiente tan aparentemente concebido para jóvenes muy jóvenes  atraer a lugareños y forasteros, jóvenes y viejos por igual? La vieja atribuía el fenómeno a cierto tipo de magia que Alex seguramente asignaba a la música y que la vieja asignaba a la empatía. Un día la vieja llegó con la mente cargada de problemas y el alma soportando ese peso con dolor. Alex pasó por su mesa, se detuvo a saludar y algo percibiría en su  expresión. 

    -Te pongo una canción que te va a gustar -le dijo y entró en el local. 

    A los pocos minutos, la música que sonaba se calló. Segundos después, la voz inconfundible de Nina Simone  empezó a cantar a capela: «Birds flying high. You know how I feel. Sun in the sky. You know how I feel. 

Breeze driftin’ on by. You know how I feel. It’s a new dawn. It’s a new day. It’s a new life for me. And I’m feeling good». Y la atención de la vieja huyó de la oscuridad de su memoria y se fue a los pájaros que volaban alto y a los que volaban bajito buscando migas en el suelo y en las mesas. Se le fue al sol de otoño que iluminaba sin quemar. Se le fue a la brisa que movía las hojas de los árboles próximos. Era un nuevo día, y como cada nuevo día, una nueva vida. Sin darse cuenta, empezó a repetir con Simone; And I’m feeling good. Recordó una mañana en que Alex se había sentado con ella  y había empezado a contarle lo que le decía su pensamiento: «Ahora solo me importo yo, el todo y nada está lejos. Libre, quiero volar libre. Solo me importaba ella y ella ya no está». Ella sí estaba, le dijo su fe a la vieja, pero no era momento ni de consejos ni de consuelo. Alex había encontrado su camino con su propia magia y esa magia le abría camino a los demás aunque él no lo supiera, ¿O sí lo sabía? 

    Pocos días después, Pablo, el camarero que había empezado los abrazos, la abrazó, le trajo su cerveza de siempre y entró al local. La música que sonaba se apagó y, segundos después, Nina Simone empezó a cantar a capela; «I’m feeling good». Cuando Pablo volvió a salir, le dio las gracias con una sonrisa pensando, «Si tuviera cincuenta años menos, a este le tiraba los tejos». La ocurrencia la hizo reír. «Buenos días, María. Sí que estás animada hoy» le dijo una mujer que pasaba por la acera frente a las mesas de la terraza. Y la vieja se dio  cuenta de que  estaba riendo, riéndose de sí misma.

    El recuerdo de aquellas entradas de Nina Simone en el Escalarre, que luego se repitieron muchas veces, le devolvieron una risa sorda. Quien iba a decirle que oyendo de fondo lo que llamaban rock punk sus piernas empezarían a bailar por su cuenta y, a veces, hasta su cabeza llevaría el ritmo como si fuera admiradora entusiasta de ese tipo de música. Quien iba a decirle que esa mañana, doblada bajo el fardo de recuerdos desagradables, su alma, libre del gobierno de su razón, empezaría a buscar el consuelo de amigos, de sitios  donde vislumbraba lo que era un ambiente familiar, algo que no había tenido nunca. Aunque, ¿de verdad era eso lo que estaba buscando? ¿Qué buscaba cuando, unos días atrás, en su mesa de noche,  había puesto encima de la «Historia universal de la infamia» de Borges, que llevaba una noches releyendo, «A Portrait of the Artist as a Young Man» de Joyce,  y después de otras noches de relectura, encima de este, «El nombre de la rosa» de Eco. Este iba a llegar encima de los otros hasta el final porque lo que estaba buscando, en realidad, era el significado, el poder de la risa, vencedora del miedo. 

    «Si  tuviera cincuenta años menos, a este le tiraba los tejos», recordó mirando a Pablo mientras servía una mesa de la prolongación bajo techo de la terraza, al otro lado de la acera. ¿Esperaba que la ocurrencia volviera a hacerla reír? En realidad, era falsa. Ella nunca le había tirado los tejos a nadie. Varios habían intentado seducirla a ella por varios motivos. Pero ella nunca, a nadie. Había sucumbido, por diversos motivos también, a la seducción de otros. Tres matrimonios, tres divorcios. Un cuarto matrimonio con ella misma. Ese, al menos, le iba a durar toda la vida. «Ya está», se dijo, «otra vez a las tinieblas de la memoria. ¿Qué decías de la risa, del miedo?»  

    Sacó el cuaderno y la pluma que llevaba siempre en el bolso para apuntar lo que se le ocurriera que pudiese resultarle útil.  ¿Útil para qué? Desde que, en vez de opinar, dedicaba su tiempo a volcar memorias, útil para abrirle puertas de un capítulo a otro; de un momento a otro de su vida. ¿Su vida? Le había parecido absurdo empezar el relato a sus diez años y  de repente, su memoria pegaba un  salto a tres divorcios, tres veces divorciada, vieja ya. Volver atrás; se trataba de volver atrás, más atrás. ¿Más atrás al horror de la juventud de su madre? ¿Más atrás al momento en que ese horror amenazaba destruir años de esfuerzos para reconciliarse consigo misma? El último recuerdo de aquella película de terror la había hecho correr hacia su padre; cambiar el canal de su memoria para sonreír recordando a Eusebio; llamar a Colom a la desesperada; buscar la magia del Escalarre. La había obligado a huir, a huir con la cobardía de sus peores tiempos. ¿Qué pensaría el alma de su madre al descubrir la cobardía que la vieja había ocultado toda su vida imitando, tratando de imitar, el coraje, la arrogancia, el tesón con que aquella mujer se había pasado la vida abriéndose puertas? Volvió a verla golpeando, decidida, la primera puerta que le abriría todas las demás; la puerta que, al abrirse, había sacado a la vieja del limbo de los no nacidos trayéndola a un mundo de candilejas, de escenarios que iluminaba su madre.  

    Esa escena tenía que ser el siguiente capítulo, apuntó en su cuaderno.