La memoria y sus conclusiones la aliviaron, pero quedó agotada. Recordar y plasmar esos recuerdos en blanco y negro le estaba afectando la salud. ¿Y si ese adelanto que la obligaba a escribir su biografía resultaba ser una miseria? ¿Y si el editor se echaba atrás cuando le dijera que no estaba dispuesta a salir de su casa, de su pueblo para presentaciones y promociones? ¿Y si el libro no se vendía y tenía que quedarse con un miserable adelanto después de tanto y tan doloroso esfuerzo?   

   Otra vez su memoria pareció compadecerse de ella y le recordó a su tío Eusebio, el hermano mayor de su padre, aquejado de una memoria eidética que le obligaba a pintar obsesivamente para descargar recuerdos, como Stephen Wiltshire, pero sin su celebridad ni sus ganancias. 

     -Joder, tío -le dijo en silencio. -¿Y para descargar recuerdos yo tendré que pasarme escribiendo hasta el día que me vaya al otro barrio?

     Su mente percibió una respuesta de su tío.

    -¿No es lo que has hecho toda tu vida?

    -Al menos tu chifladura te permitía pintar paisajes bellísimos -le replicó. -Yo escribo las ideas retorcidas que me dictan las circunvoluciones de mi cerebro o mi alma o mi memoria. Tú pintabas para olvidar. Yo parece que escribiera para recordar. Y ahora se me ocurre meterme en mi biografía. Por dinero, digo, ¿pero no será porque mi chifladura es peor que la tuya?

     Miró el monumento con la sensación de que su padre sonreía. Muchos años atrás, le había dicho una frase que ella siempre recordaba en momentos económicamente difíciles. «Hija, le tienes tanta manía al dinero, que el dinero te ve de lejos y echa a correr».      

      -¿A que estás pensando en abandonar y seguir con tus opiniones políticas?, sintió que le preguntaba su padre. 

     Su padre no se equivocaba nunca cuando analizaba a una persona por fuera y la desnudaba por dentro.

     -La biografía me está amargando. Me va a seguir amargando. No es lo mismo pintar paisajes que revolver recuerdos -le contestó. 

    -Otro, peor que tú. No era el dinero el que echaba a correr cuando veía a Eusebio. Era Eusebio el que echaba a correr cuando  veía dinero.

     Cierto, Eusebio rechazaba exposiciones, rechazaba hasta que pagaran bien algunas mueblerías que querían comprar sus cuadros; los cuadros que le robaba mi padre para enseñarlos, recordó.  Eusebio se apresuraba a regalar todo lo que pintaba para que nadie le ofreciera dinero. El arte no se vende, decía. 

    Eusebio tenía su vida bien montada porque la montaba su voluntad sin permitir interferencias.  Vivía su auténtica vida encerrado en su estudio del que solo salía a ratos, por necesidades fisiológicas y alimenticias o para ver a su madre y a su hermano o cuando su mujer, al otro lado de la puerta cerrada, le gritaba que ya no había dinero ni para la leche de sus hijas. Eusebio cogía entonces el patrón revolucionario que había inventado en sus tiempos de sastre y que montaba él mismo para tener siempre en provisión, y recorría España en tren vendiendo el patrón en sastrerías. En un par de meses, hacía dinero suficiente para vivir unos cuantos meses más pintando en su estudio.

      La vieja recordó a su tío Eusebio en la cocina de la casa de su padre lavando con detergente un cuadro pequeño holandés del siglo XVIII pintado sobre tabla que su padre tenía colgado en la sala y que a Eusebio le había parecido que estaba muy sucio. La mujer de su padre le miraba horrorizada pasar una esponja al cuadrito bajo el grifo de agua, pero no se atrevía a decirle nada porque su hermano siempre le dejaba hacer y solo discutían por el valor del dinero.  Mientras Eusebio lavaba el cuadrito,  le contaba a su sobrina anécdotas divertidísimas de su trato con sastres tontos. Eusebio era locuaz, divertido y contaba anécdotas de un modo aún más cinematográfico que su madre. Contaba cosas para hacer reír.     

     Mirando al monumento, otro recuerdo le sacó otra sonrisa. Recordó que había titulado el cuarto capítulo de la biografía de su padre «Fenómenos de feria». Iba de los tres hijos varones que le vivieron a la abuela; los tres, por un motivo u otro, fuera de lo normal. Su propia biografía le estaba demostrando que entre esos tres fenómenos de feria debía incluirse ella misma. No era, como su abuela, calculadora prodigio. No tenía las facultades paranormales que le atribuían a su padre.  No tenía el extraordinario talento para la pintura ni el elevado discurrir filosófico de Luis, el hermano menor. Su memoria no era eidética, como la de Eusebio, pero sí cinematográfica. Su memoria la obligaba a ver películas de su vida incontables veces y en cualquier momento, hasta en los momentos más inoportunos; películas de acontecimientos vividos o vistas en el cine que memorizaba en el acto y que su memoria reproducía después con todo detalle. Había descubierto el motivo que la obligaba a escribir obsesivamente desde su niñez, como Eusebio se veía obligado a pintar; para librarse de la tiranía brutal de su memoria. 

     Su memoria volvió a enseñarle la perpetua sonrisa de su abuela; expresión de perfecta armonía interior.  Y, enseguida, una imagen que le sacó una risa. Un día, en una comida familiar, la hermana menor del padre dijo a todos con cara compungida, «Parece que en esta familia, la única normal soy yo». Nadie intentó consolarla desmintiéndola. Todos rieron. Un estudioso de la conducta humana habría dicho que todos se sentían orgullosos de su anormalidad y que la hermana menor, casada sin altibajos dramáticos, madre de tres hijos, fiel de misas de domingos y fiestas de guardar sin angustias teológicas, nacionalista catalana sin excesos fanáticos,  vendedora de tuppers en reuniones de señoras de clase media, se sentía inferior por ser la única que pertenecía al montón. 

     ¿Y qué decía la abuela de sus fenómenos de feria? La abuela lo vivía todo en silencio. Cuando alguien le contaba algo, sonreía. La vieja solo recuerda que algunas veces  la miraba con una sonrisa triste y decía, «Pobreta». Esa palabra, en boca de su abuela, le producía lástima y, por un motivo que no sabía explicarse, miedo.   

    El recuerdo de la sonrisa y la palabra de la abuela le sacó a la vieja una sonrisa triste, pero se sentía mucho mejor. Se había librado de la furia. Pensó que no le convenía volver al despacho, al texto. Sacó el móvil que llevaba en un bolsillo de la camisa. Eran más de las doce, la hora de la cerveza. Llamó a Colom.

    Camino del pueblo, le contó a Colom lo que le estaba costando escribir la biografía. Colom la escuchó, como siempre y comentó,   

    -Más vale lápiz corto que memoria larga.

    A la vieja la reconfortó que la hubiera entendido tan bien. En su memoria apareció la anciana de la residencia diciéndole a su amiga. «Me has recordado que lo más importante de esta vida son los amigos, los buenos amigos». Por primera vez en muchísimos años, la suerte se portaba bien con ella, pensó la vieja. Colom se había convertido en un buen amigo. Tal vez su tío Eusebio habría sido un buen amigo suyo también si el destino de judío errante al que la habían condenado sus padres no la hubiese privado de tener relaciones duraderas. A esas alturas de su vida, la única decisión inmutablemente firme que había tomado sobre su futuro al establecerse en Sort treinta años atrás era que de su montaña solo la sacarían con los pies por delante.    

     La vieja siguió su desahogo contándole a Colom cosas de su tío Eusebio, una celebridad en el pueblo cuando tenía la sastrería. Era el sastre que los más ancianos recordaban porque en toda la comarca era el único que nunca tomaba medidas a sus clientes y les entregaba los trajes perfectamente a medida. Doña Paquita, la dueña del hotel Pessets, ya muy anciana,  le contaba sonriendo anécdotas de su tío en tiempos de guerra, cuando iba al hotel con su pañuelo rojo de la FAI al cuello, comía o bebía en el bar y se marchaba tan tranquilo sin pagar. «Le daba tan poca importancia al dinero que para él no existía», concluía muchas veces doña Paquita. El tío Eusebio decía entonces que era anarquista, y en sentido literal, lo era, pero nunca discutió con otro que tuviera  ideas contrarias. Su carrera pseudo política acabó en un campo de concentración en San Sebastián y su hermano, que entonces se encargaba de aprovisionamiento en el ejército nacional y ya tenía conexiones importantes, le encontró allí y consiguió sacarle sin ningún problema. Eusebio no había matado a nadie. Libre ya, decidió quedarse en San Sebastián porque allí le  sonrió la suerte o lo que fuera. La casualidad, si existe, volvió a jugar a su favor. Allí le encontraron doña Paquita y su marido que habían huído del horror de la guerra en Sort en viaje de novios. Sin que Eusebio les pidiera nada, le dieron dinero. Allí conoció, festejó unas semanas y se casó con una amiga que le presentó su hermano. Allí concibieron a su primera hija. 

     -Su mujer -le comentó a Colom- no tuvo mucha suerte. Con el lema de Eusebio de que el arte no se vende, ella y sus hijas se lo tuvieron que pasar muy mal.

     Colom pasó unos segundos en silencio, aparentemente reflexionando. De pronto, preguntó,  

     -¿Qué es el arte? 

     -Qué pregunta más complicada -contestó la vieja.  Tendría que responderla con un librillo.

     -Eso si uno tiene ganas de complicarse la vida. Si a elarte simplemente le pones una h es morirte de frío, ¿no?

     Otro chiste aparentemente trivial de Colom, pero con un significado oculto sobre el que la vieja no se habría puesto a reflexionar si no fuera porque Colom ya le había contado algunas cosas sobre sus seis años en un seminario y los otros trabajos que aún tenía. A muchas de las ocurrencias aparentemente triviales que soltaba se les podía encontrar un significado oculto si uno se ponía a ello. Colom era acordeonista y profesor de acordeón, director de un grupo de acordeonistas que amenizaba fiestas en los pueblos. Colom había escrito varios libros de temas populares pallareses, uno de ellos ilustrado por la ex mujer de la vieja. Y por dentro, Colom era anarquista, como el tío Eusebio, y muchas cosas más. ¿Acaso no era también otro fenómeno de feria, de esos que el Destino o lo que fuera regalaba de vez en cuando al mundo para distraer al Creador o lo que fuera de las tristes miserias del montón?  

     Le pidió a Colom que la parara un momento en el estanco. Maldito vicio contra el que su voluntad y unas pastillas y su doctora en el hospital no habían podido hacer nada. «Si no puedes dejar de fumar, fuma. En estos momentos, lo que más daño puede hacerte es la ansiedad», le dijo. Y a su edad, con cinco enfermedades crónicas, ¿para qué amargarse con intentos de prolongar su vida?

     Se bajó en el estanco. Cuando fue a buscar su cartera, vio en el bolso un paquete de cigarros casi lleno. Recordó que en su casa tenía un cartón casi lleno también.  ¿Por qué se había detenido en el estanco? «Lo más importante en esta vida son los amigos», volvió a recordarle la memoria.

Y allí estaba Robert. Allí estaba Robert a partir de las cinco de la tarde. Pidió un paquete a la dependienta preguntándose por qué había ido a buscarle sabiendo que no le encontraría allí a esa hora. «Porque el recuerdo de tantas tragedias y la solución a esos recuerdos te ha dejado blandita», se dijo y sonrió. 

   Amigo para el fiado a mitad de mes, para contarse cosas que no se le podían contar a nadie más y para hablar, sobre todo, de política, hacía años que Robert la sacaba cada día de su aislamiento de la montaña. La vieja llegaba con su Katia cada día a última hora de la tarde cerca de la hora de cierre, se sentaba en la silla de la dependienta que Robert tenía por las mañanas, y enseguida empezaban los comentarios, las discusiones sobre la política del momento y la de siglos atrás. A veces discutían a gritos. «Es que tú eres roja», gritaba él. «Y tú una contradicción en los términos,  anarquista fascista», gritaba ella. Y Robert estallaba en carcajadas que retaban en tono y volumen a las de Santa Klaus. A ella a veces la hacía reír un recuerdo chusco. Una noche estaban ella y Robert discutiendo sobre Platón y Aristóteles para acabar en  Avicena y Averroes . Robert defendía a Avicena; ella defendía a Averroes. «Es que Avicena era médico», gritó Robert. «Y Averroes también, te jode». Una voz les interrumpió, «Disculpen». Callaron, miraron. Eran dos mossos d’esquadra. «Vinimos por si pasa algo. Son las 10:30». Por ley, Robert tenía que cerrar el estanco a la 8:30. Esa noche se había olvidado de cerrar. «Ahora cierro», dijo, y los mossos se marcharon sin decir nada más. Antes de cerrar, Robert y la vieja estallaron en carcajadas recordando las caras de los mossos. ¿De qué estarían discutiendo esos locos en un estanco abierto a las 10:30 de la noche?, debían preguntarse.  

    Locos para el montón, fenómenos de feria, se dijo la vieja resignada a no verle esa mañana. Quitándole el carnet, la Dirección General de Tráfico le había quitado esas noches de recreo; le había quitado el alivio de hablar con  un amigo.

  -Llévame al Escalarre -le pidió a Colom. 

  Allí estaba Alex, el otro fenómeno de feria, el otro amigo. Tampoco podría hablar con él. A esa hora su café ya estaría lleno y él, sin un minuto para hablar. Pero en el Escalarre, la vieja se sentía en territorio familiar. El Escalare era un templo de la música y algo más. Allí también podía recordar el valor de la risa cuando estalla en el alma para espantar al miedo. Tenía que controlar la risa cuando se daba cuenta de que, mientras comía,  sus piernas bailaban al ritmo de la música que siempre sonaba en el café.