Releyó el capítulo que acababa de escribir. Lo releyó con la intención, se dijo, con la que siempre releía todo lo que escribía, para corregir con la mente en frío. Pero cómo, coño, iba a corregir lo que había escrito con imparcialidad crítica, con la razón libre de interferencia emocional alguna cuando en su mente estallaban las palabrotas, las tres o cuatro palabrotas que utilizaba para descargarse siguiendo el consejo de su padre y otras que no utilizaba nunca porque el significado no le gustaba nada. ¿Cómo podría discurrir con frialdad si en su cuerpo, su mente, su alma ardían las llamas de una furia diabólica? 

    Se levantó de su butaca con tal ímpetu que se hizo daño al chocar contra el escritorio.  Llamó a gritos a los perros y los encerró en el patio. Salió al jardín. Bajó los escalones del porche.

    A un lado del jardín, se abre un camino para subir a otro bancal donde el padre de la vieja había hecho poner la piscina protegiendo su privacidad con hileras de árboles. En la encrucijada de ese camino, a la derecha,  se alza un montículo. En ese montículo, delimitado con piedras, un arriate con plantas y flores  adorna un pedestal coronado con el busto del padre. Bajo el busto, una placa dice: «Fassman. Al profesor, de sus alumnos». Sobre el pedestal, otras dos placas; una con el nombre y las fechas de nacimiento y defunción de su abuela y otra con el nombre y las fechas de su padre. Desde que la vieja descubrió que la fe era asunto de su voluntad y su voluntad decidió creer en un  Creador divinamente libre de toda tara humana y esa fe la llevó a creer  que el Creador no destruiría nada de cuanto había creado y esa la llevó a creer que el alma era inmortal, de ese monumento no la impresionaba que en el arriete estuvieran enterradas las cenizas de su abuela y de su padre. Solo le gustaba pensar, de vez en cuando, que seguían siendo útiles como alimento a las plantas y flores que compartían su misma tierra.  No iba al monumento para visitar y rendir culto a esas cenizas. Iba en momentos difíciles en busca de paz. Pilar Rocafort era la viva imagen de la paz. Su padre, después de la violenta gesticulación que se imponía en sus espectáculos y en sus clases, se retiraba a sus silencios, los silencios de su madre. 

      La vieja quiso decir algo mentalmente, pero solo le salían pensamientos violentos y palabrotas.

     Al otro lado del monumento, el jardín sigue con una fuente de piedras vírgenes del río entre las que crece la hiedra, y un poco más allá, un cenador con suelo de piedra y techo de ramas de pino. Hay una mesa y sillas. 

     La vieja se sentó mirando al monumento. Después de un rato, la expresión crispada se le fue transformando en expresión de dolor. Años, muchísimos años sin recordar el relato de su tía aquella tarde, y de pronto la memoria se lo repetía con todo detalle y hasta con la expresión de superioridad moral de su tía  mostrando el asco que le producía el pecado. La vieja volvió a sentir la repugnancia insoportable que le causaban quienes, erigiéndose en jueces sin reconocer sus propias miserias, demostraban una carencia inhumana de misericordia. El recuerdo le hacía tanto daño o más del que le había hecho aquella tarde de sus quince años. Y entonces, como si su memoria hubiera tenido compasión de ella, otro recuerdo borró todo lo demás. 

    Vacaciones de navidad del mismo año en Puerto Rico. Una vecina de su madre fue a buscarla al aeropuerto y la dejó en la  casa de su madre. La puerta de la cocina estaba abierta. Entró. Casa medio oscura y en silencio. Parecía que no había nadie. Entró en su habitación y encontró a su madre sentada a un lado de su cama.  Su madre no se movió, solo la miró. Sus ojos, entre lágrimas, confesaban un dolor inmenso.

    -La tía te lo ha contado todo -dijo

    No pudo afirmar ni negar. Sin pensarlo siquiera, le dijo a su madre lo que sentía. Le dijo que se sentía profundamente orgullosa de ella por haber conseguido tantas cosas sola, con su propio esfuerzo, a pesar de tanto sufrimiento. En ese momento, por primera y última vez, se sintió  unida a su madre por un amor libre de convencionalismos, de agravios, de simulaciones; un amor absolutamente sincero. Y al margen de todos los recuerdos, en su mente quedó grabada una idea  que la acompañaría toda su vida. Su madre era la mujer más digna de admiración que conocía. Sin ideología, con su esfuerzo constante, había cumplido plenamente el objetivo de la creación demostrando la igualdad de los géneros por encima de los decretos de los machos inhumanos amparados por su fuerza bruta. «Creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó» Génesis 1, 27.