En una columna que divide en dos a una pared del  despacho de la vieja, la cara de un niño sonríe en una foto muy grande con un marco de madera y un paspartú verde. La foto de ese niño había viajado por medio mundo adornando mesas de noche de hoteles, pisos, casas, descansando en maletas cuando empezaba un viaje. Una mujer la besaba todos los días, por la mañana y por la noche. Ese niño vivió hasta que se apagó la memoria de su madre y siguió  viviendo en la memoria  de la vieja cuando su foto le tocó de herencia. 

  El niño que sonríe en la foto es el hermano de la vieja, o su hermanastro, ¿qué diferencia puede haber entre un parentesco u otro? El niño se parece a su madre, a la madre de los dos, más que ella misma. Bellísimo. Pelo abundante claro; ojos claros; labios bien dibujados, entreabiertos para sonreír. La sonrisa le empieza en los ojos y culmina en unos labios parecidos a los de su madre. La foto, en blanco y negro, no permite apreciar unas cualidades de su físico que su madre destacaba y repetía constantemente. El niño tenía el pelo rojo y los ojos azules, como la buenísima familia de su abuela.  

     Cuando nació la vieja ya no había en la mente, en las emociones, en la memoria de su madre ni un resquicio que no estuviera ocupado por el hijo perdido. El niño era genial, y los escasos cinco años que vivió en este mundo se llenaron de anécdotas que demostraban su inteligencia. Se sabía la misa en latín porque acompañaba a la iglesia a su abuela y a su tía y cuando volvían a casa, se echaba una toalla por los hombros y repetía las palabras del cura que había memorizado. Su padre se lo llevaba al café y el niño le seguía por la calle imitando su forma de caminar, erguido y con las manos atrás. Pero el padre de la vieja nunca hablaba del niño y la vieja hablaba poco con su padre. Un día, ya adolescente, se atrevió a preguntarle cómo era José Luis. El padre le contestó que era muy majo y no dijo nada más.

    De las anécdotas del niño le quedó a la vieja una escena que le relató su madre y que la vieja recordó durante muchos años. Junto a la cama donde agonizaba José Luis por culpa de una meningitis, su madre, sentada a su lado en una silla, transformaba el vestido de noche que más le gustaba al niño en lo que iba a ser su mortaja. El niño agonizaba, su madre cosía. 

   Mentira, le dijo un día la hermana de su madre causándole a la vieja una confusión con efectos que solo consiguió superar prohibiéndole a su memoria que volviera a recordarle el tema. 

   La vieja tenía quince años. Vacaciones de verano con su padre que la esperaba en Barcelona para llevarla después a Sort. Se sentía feliz de volver a ver las montañas; las ruinas de la fonda y posta donde había nacido su abuela y Casa Morreres de Gerri, donde había crecido; Casa Mariot, donde había nacido su padre en la Plaza Mayor de Sort; la casa que iban a empezar a construir en una montaña frente al pueblo y que sería Casa Fassman. Aquellos lugares le producían una sensación de aterrizaje en un mundo familiar después de volar de aquí para allá en aviones extraños a sitios de extraños. Pero aquella vez se le impuso pasar antes unos días en Madrid para visitar a su abuela, su tía y sus primos. 

     Sala del piso de su tía. Todos frente al televisor. Sale el Generalísimo rodeado de su plana mayor. Su tía grita.

     -Mira quién está ahí.

    Nadie dice nada. La tía se levanta. Se acerca al televisor. Señala con el dedo a un hombre que está al lado de Franco. 

    -Mira -le dice a ella. -Es el padre de tu hermano.

   Ella no dice nada porque su mente se ha quedado en blanco. Pero su tía tiene ganas de hablar. 

  -Ese sinvergüenza creía que con pasteles lo arreglaba todo, pero cuando nació su hijo, ni pasteles. 

   La abuela empezó a hablar del niño, de lo guapo e inteligente que era.  La tía seguía interesada solo en hablar del padre. ¿Qué padre? 

  A una orden de la tía, desaparecieron sus hijos con alegría bulliciosa porque los había mandado  a jugar a la calle. La abuela desapareció también metiéndose en su habitación.  Se quedó ella sola con su tía, su tía dispuesta a soltar la historia que tenía para contar y que, por lo visto, pugnaba por salir después de muchos años guardada en secreto forzoso. 

    La tía volvió a llevar su imaginación a la pensión de Valencia. No era la pensión que describía su madre. Era un lugar sórdido, de pecado, al que acudían parejas para cometer pecados indescriptibles. 

    -Te puedes imaginar lo que aprendió tu madre en ese antro.

   Cuando empezaron los bombardeos, los dueños de la pensión cerraron y dejaron a Josefina en una comisaría. La Cruz Roja tardó un año en localizar a la madre y entregarle a la niña. En la casa, la niña era una boca más y en tiempo de racionamiento. Su hermana no podía colaborar porque estaba estudiando en un internado. Un hermano de la madre, administrador de un marqués, le encontró un trabajo de secretaria del marqués. 

    -Ya dirás tú cómo iba a trabajar de secretaria con quince años y sin estudios. El marqués no quería una secretaria, quería otra cosa. Tu madre era guapísima. Siempre lo fue. Pero, sobre todo, era pizpireta y con lo que había aprendido en Valencia, te puedes imaginar. Volvió loco al hombre. Tan loco lo volvió, que Josefina quedó embarazada a los pocos meses. El marqués recuperó la cordura y no quiso saber nada ni de la chica ni del hijo. Era un niño precioso. Murió en un baúl que le hacía de cama, cubierto de chinches. Tu madre estaba con Fassman trabajando en un teatro de Málaga. Cuando volvió, el niño ya estaba muerto.

     La memoria de la vieja le devuelve el estupor que le causó el relato. En el momento de aquella revelación, la memoria le recordó a Josefina en Valencia, corriendo por la calle para llegar al fin del mundo. Siguió a Josefina por aquellas calles. Se repitió con ella sus «no sé». No sé, se repitió durante días. No quería saber. 

   Al día siguiente, su tía la llevó al aeropuerto. Bajó del avión en Barcelona. El padre la abrazó y se dieron un beso, como siempre. Enseguida el padre la apartó y la miró a los ojos fijamente, con la fijeza que hacía que los extraños temieran su mirada. 

    -¿Qué te ha pasado?

   No pudo contestar. Al llegar al piso que su padre compartía con su mujer, lo primero que buscó fue una butaca de la sala y allí se sentó sin decir una palabra.  La vieja recuerda los esfuerzos de su padre por sacarla del marasmo. No recuerda lo que le decía, pero sí que le hablaba mucho mirándola fijamente. Recuerda que le daba masajes en los pies. Recuerda los cuidados de su mujer, una mujer nada afectuosa, pero muy correcta. Una semana después, ya se había recuperado lo suficiente como para subir al pueblo. No había superado su estupor, pero había aprendido a ocultarlo.  

    Después de casi cinco horas de conducción, su padre detuvo el coche a un lado de la carretera, como hacía siempre. Era una especie de ritual.   

    -Mira, donde nació tu abuela -le dijo, señalando las ruinas de la fonda y posta que había pertenecido a los Rocafort.

  En esos momentos, el resto del mundo con todas sus miserias desaparecía para ella. Desaparecía el Fassman, algo envarado, que vivía en Barcelona y viajaba por América. Su padre se transformaba en Pep de Mariot, en un pallarés de pura cepa que hacía bromas con seriedad de predicador. El mundo volvía a ser un espacio habitable. 

   Esa noche, en la cama, mirando a una pared en la oscuridad, tuvo miedo de que su memoria le devolviera el horrible recuerdo del relato de su tía, pero -misterios de la mente, aún se dice la vieja-, la memoria le devolvió un recuerdo de su infancia que había creído totalmente olvidado. 

   Sería en Chile o en Venezuela, en un hotel o en uno de los pisos en que vivió su madre. Sonó el teléfono. Ella, aunque era muy pequeña, siempre contestaba a los timbres del teléfono; le gustaba, como un juego. Al otro lado, la voz de una mujer la llamó por su nombre. Ella, muy seria, le contestó,

   -Me llamo José Luis.