A punto de subir a la acera, Josefina se detuvo. Unos ojos inmensos la miraban desde una enorme cara pintada en un cartel. Al pie de esa cara extraña, en letras rojas también muy grandes, ponía «Fassman». 

  Miró a la calle. La acera estaba ocupada por una cola de gente esperando para entrar en el teatro. La cola llegaba a la esquina y seguía por la calle adyacente. Requería paciencia meterse en una cola así. Volvió a mirar los ojos del cartel. ¿Y si ese mago o lo que fuera ese hombre del que todos hablaban en Madrid pudiera decirle lo que iba a ser de ella? ¿Y si ese mago o lo que fuera le dijese lo que tenía que hacer para que su vida no siguiera siendo el horror que había sido hasta entonces? Volvió a mirar la cola. Entre todos los cuerpos distinguió, a pocos pasos frente a ella, los de dos ancianas que charlaban cerca ya de la taquilla. Fue hacia ellas con la resolución, con el arrojo que de pronto le encendía el cuerpo y el alma con una potencia que nada ni nadie podía detener. 

   -¿Doña Pilar?, preguntó a una de ellas.

   -No, hija. Se confunde.

  -Ay, perdone. Soy muy mala para las caras. Además, tengo muy mala vista.

   -¿Y cómo es que no lleva gafas?

   -Las llevo en el bolso, pero no me gusta ponérmelas.

   -Coquetería -dijo la anciana sonriendo.

   -Algo así. En el colegio las chicas se reían de mí. Porque las llevo desde que era muy pequeña, ¿sabe?

   Y Josefina empezó a contar a las ancianas cosas de sus gafas, de cuando era pequeña, del colegio, de su casa, de su madre y hubiera acabado recitándoles el soliloquio de Segismundo si no hubieran llegado a la taquilla. Josefina metió la mano en su bolso y sacó el único billete que tenía. Las ancianas empezaron a buscar sus carteras. 

   -Pasa tú primero, nena. 

   -Muchísimas gracias, señoras. Encantada de conocerlas. Usted es…

   -Angustias.

   -¿Y usted?

   -Amparo.

   -La próxima vez que las vea, ya no me voy a confundir. Yo soy Josefina.  

 Josefina entró al patio de butacas sonriendo triunfante mientras hurgaba en su bolso buscando una moneda para dar al acomodador. 

   -No se preocupe -le dijo el acomodador mirándola con expresión de darse por bien pagado solo por haber visto una belleza así.

   -La próxima vez le doy el doble -le dijo Josefina con su sonrisa más seductora.

    -Que pronto la vea por aquí.

   Y se apagaron las luces y durante todo el espectáculo, Josefina no desvió ni por un momento sus ojos de los ojos de aquel hombre, inmenso en su frac, ni siquiera cuando él mismo los ocultaba bajo una venda negra para algunos números. Aquellos ojos penetraban en la piel, hasta perforaban la venda para penetrar en la piel. ¿Penetrarían también en el futuro? Cuando Fassman pidió voluntarios para el número de hipnosis, Josefina estuvo a punto de levantarse, pero sus manos la sujetaron a los brazos de la butaca. Había entrado a aquel espectáculo con un propósito, no para lucirse. Observó con detenimiento cómo aquel hombre hipnotizaba a los sujetos que habían subido al escenario; cómo los sujetos le obedecían como si en sus ojos y su voz se concentrara todo el poder del mundo. Ese hombre le diría lo que tenía que hacer para librarse para siempre de la miseria de su vida. 

   Josefina no esperó que cesaran los aplausos con que el público despedía a Fassman al terminar su último número. Se levantó de su butaca con la misma determinación con que se había colado fingiendo amistad con aquellas ancianas y se dirigió muy tiesa, a paso firme, hacia los camerinos. Alguien le preguntó a dónde iba. Josefina contestó sin detenerse.

    -Fassman me espera.

¿Y si no daba con el camerino? Josefina se detuvo. Miró varias puertas, no había nombres. De pronto vio como el mismísimo Fassman abría una puerta al fondo del pasillo y desaparecía en una habitación. 

   -Mujer de poca fe -le dijo la memoria- ¿Por qué dudaste?

Josefina se persignó y llamó a la puerta con golpes que le hicieron daño en los nudillos. Fassman abrió enseguida. Josefina se vio de repente ante aquellos ojos como puñales y el miedo le aflojó las rodillas.

   -Pase, pase -le dijo una voz autoritaria como si la hubiera estado esperando. 

    Josefina pasó. Era un camerino, con espejo, luces, maquillaje.

   -Siéntese

   Josefina se sentó en la silla que Fassman le indicaba, lejos del espejo con luces, frente a una mesa pequeña. Fassman se sentó frente a ella. Durante todo el espectáculo, Josefina no había apartado los ojos de los ojos de aquel hombre. Ahora que le tenía frente a ella, no se atrevía a mirarle. 

   -Dígame -le ordenó Fassman.

   Josefina empezó a decir, pero no dijo mucho. Dijo él. Fue él quien le habló revelándole el motivo que la había llevado a verle. Los ojos de Josefina vagaban asustados por su falda.

   -Míreme a los ojos -ordenó el hipnotizador.

   La memoria volvió a reproducirle a Josefina la escena en que los sujetos repondían a aquella orden en el escenario y caían de pronto de espaldas, de rodillas, riendo, cantando, cloqueando como gallinas, arrancando carcajadas al público y volviendo de su trance con expresión desorientada, como si volvieran al mundo desde dios sabría dónde.   

Josefina obedeció. Ojos grises, de un gris profundo sin traza de azul ni de castaño. Ojos que no había visto en su vida. Y de repente, sin pensarlo, le salió.

    -Tengo un hijo.

    -Pero no tiene marido -le dijo el hipnotizador. 

   A Josefina se le irguió la espalda como siempre que alguien, por palabra o gesto, le recordaba que tenía un hijo sin tener marido. La fuerza le volvió a la voz.

   -Por eso estoy aquí. Quiero saber que va a ser de mi hijo, de mi. 

   -Se lo voy a decir. Usted debe tener unos veinticinco años.

   -Veinte -le corrigió Josefina

   -Mañana va a dejar el trabajo que tiene. Preséntese en este teatro a las cuatro de la tarde. Va a trabajar conmigo. 

   Josefina recordó a la chica que Fassman llamaba su secretaria y que enviaba al patio de butacas a repartir tarjetas  para que el público escribiera cosas.

   -¿Voy a ser su secretaria? 

  -No, ya tengo -contestó Fassman levantándose de su silla. -Usted va a ser mi partenaire. 

  Lo primero que hizo Josefina al llegar a su casa fue preguntar a su madre qué significaba partenaire. No esperó a la respuesta. 

   -Voy a ser partenaire de Fassman -soltó. 

   -¿El hipnotizador? Tú estás loca. 

Tras una larga discusión con su madre, tan larga y tan agria como de costumbre, Josefina se fue a la cama y encendió, en la oscuridad, el universo de luces que brillaban en su imaginación. Se vio ante las luces del escenario con un maravilloso vestido de lamé, y se oyó cantando por Estrellita Castro «Suspiros de España». En el patio de butacas, en los palcos, en el gallinero estalló una tormenta de aplausos. Josefina se vio saludando al público con perfecta seriedad. Y enseguida, en el mismo escenario, se vio vestida de prisionero harapiento cargado de cadenas, recitando.

   -Yo sueño que estoy aquí -recitó en voz muy baja. -Destas prisiones cargado, y soñé que en otro estado, más lisonjero me vi. ¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño, que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son. 

   Con el último verso todavía en su memoria, Josefina se durmió.

  ¿Y el hijo? A la vieja siempre le llamó la atención que su madre no mencionara a su hijo en el relato de aquella tarde. Al llegar a su casa después de aquella función vespertina, la vieja suponía que Josefina tendría que preparar la cena a su hijo, acostarle. Su madre siempre hablaba de su hijo, siempre le recordaba en voz alta con los detalles más nimios, pero en sus relatos de la tarde en que conoció a Fassman, el niño no aparecía nunca. La vieja dedujo que el hipnotizador la había impresionado hasta tal punto que en su relato no cabía ninguna banalidad cotidiana, porque ninguna banalidad cotidiana vulgarizaba su recuerdo de aquella tarde crucial. 

   Bajo todas las humillaciones que sufría a diario como administrativa que entonces trabajaba en RENFE, también por recomendación; como huérfana de padre pobre; como madre de hijo sin marido, dentro del alma de Josefina latía y crecía un orgullo invencible. Josefina era Josefina y siempre supo y defendió que ser quien era tenía un valor inmensurable que nada ni nadie le podía cuestionar. A la otra Josefina, a la que conocía por libros de historia, a la Josefina emperatriz de Francia, la había coronado Napoleón. A Josefina de la Iglesia Gil le gustaba recordarse que ella se había coronado a sí misma. Hasta recordaba el año de su coronación, 1928, cuando acababa de superar la pulmonía que se había llevado a su padre.